El divorcio y cómo este afecta a los hijos es una de las grandes preocupaciones de las familias, y una de la demanda más habitual en mi consulta últimamente. Si bien no suelen acudir quienes están separándose, sí que lo hacen quienes, o bien llevan tiempo separados, y por algún motivo inexplicable, al menos en apariencia, sus hijos adolescentes empiezan a mostrar síntomas de que algo no está bien en ellos; o quienes, desafortunadamente, están inmersos en juicios o incluso con órdenes de alejamiento.
¿Cómo afronto estos temas en la consulta?
¿Qué cosas podemos evitar para que las rupturas sean lo mejor posible y tengan menos consecuencias tanto en nosotros como en nuestros hijos? ¿Es siempre mala una ruptura? O, lo que es lo mismo, ¿es siempre mejor permanecer unidos?
A estas y otras preguntas responderé en este artículo, tratando de explicártelo lo mejor posible con ejemplos de otros (obviamente cambiando nombres) y con los míos propios. Porque sí, yo también he pasado por un divorcio y, como todos, lo pasé lo mejor que supe y pude en ese momento. ¿Mis hijos sufrieron? Por supuestos, igual que nosotros. Pero ¿habrían sufrido igual de haber continuado juntos? Seguramente que también. Ahora una puede pensar, con la madurez que da la experiencia vital, que ese proceso podría haberse evitado, pero claro, todo se ve más claro con la distancia.
Cómo comienzo yo mi entrevista
Últimamente lo primero que hago es recoger toda la información que la familia me dé, lo cual incluye datos relacionados con las familias de origen de ambos progenitores. ¿Por qué? Porque al final, lo que ocurre ahora es reflejo de lo que ocurrió antes con nuestros padres, abuelos o bisabuelos.
Así fue como la madre de Isabel, que venía porque su hija de 5 años tenía bloqueos al hablar con adultos, se da cuenta de que no tiene nada que ver con su exmarido, sino más bien con lo que ella misma había sufrido de pequeña. “Es verdad, yo era igual que ella de pequeña. No me gustaban los gritos que oía en casa y me quedaba como bloqueada. A mi hija le está ocurriendo lo mismo ahora”. Isabel, que no mostraba bloqueos más que cuando su madre estaba presente, le estaba diciendo a su madre “mamá, tienes que ir a terapia”.
Tal vez pienses que estas líneas te suenan a magia o a terapias alternativas; pero los niños son los maestros de sus padres; y, hasta los 7 años especialmente, reflejan lo que sus madres no expresan.
La madre de Isabel debía comenzar a trabajar muchos temas internos que no tenía, de su pasado, especialmente relacionados con duelos no elaborados, con pérdidas no soltadas. Ella misma reconoció que necesitaba terapia. Desgraciadamente no puedo decirte lo que ocurrió, porque no volvió. Esto ocurre muchas veces. Buscamos la causa fuera, en nuestros hijos o en nuestras exparejas. Habría sido más fácil para ella que su hija tuviera un mutismo selectivo debido al divorcio, a su padre o a sus abuelos; pero no era así. La solución estaba en su interior. Eso es duro, pero merece la pena.
No busques fuera, en tus hijos, lo que está dentro de ti
De modo que una de las primeras conclusiones sería: No busques fuera, en tus hijos, lo que está dentro de ti. Y como siempre, si tú estás bien, tus hijos estarán bien.
Los hijos como cuidadores de los padres
Otras veces, los hijos se colocan de cuidadores de los padres, especialmente del progenitor que ellos sienten más triste o quienes perciben como víctima. A menudo es la madre, y es lo que le ocurría a Juan que, a los 13 años, al comenzar en 1º de la ESO, comienza a mostrar ataques de ansiedad y muchos miedos.
Tras una primera sesión estudiando cómo se sitúa en la familia (con ayuda de muñecos) y de los datos que me facilitaron, toma consciencia y expresa que se sitúa de padre de su madre, que está preocupado por ella, que tiene miedo por ella.
Preocuparse por una madre no está mal; sin embargo, cuando uno pasa ciertos límites, comienza a sufrir por ella y el sistema se descoloca. Cuando se lo dije a su madre, sus ojos se emocionaron y se dio cuenta de que sí, efectivamente así era.
A partir de aquí, no hay mucho más que hacer, ya que cuando uno se da cuenta y se sitúa en su lugar, todo se recoloca. No tuvieron que cambiar “lo que hacían”, pero sí cambiaron cómo se sentían. La madre dejó de tener miedo por su hijo, y su hijo dejó de tener miedo por su madre.
Laura, en 4º de la ESO, expresó algo parecido cuando dijo que “ella no se iba a ir a estudiar fuera porque no quería dejar sola a su madre”. Ambas se dieron cuenta y se produjo un cambio parecido al anterior.
La diferencia entre ambos, además, estaba en las relaciones de ambos progenitores. En el primer caso, la relación es muy buena; en el segundo, la relación entre los adultos es casi nula, y la hija apenas ve a su padre. Sin embargo, al recordarnos quién es la hija y quién es la madre, de nuevo el sistema se recoloca.
Las pistas de nombres y fechas
En ocasiones nuestros hijos se llaman como nuestros padres, o sus fechas de nacimiento coinciden, y esto pueden ser pistas que nos traen la información que necesitamos hacer consciente.
Diferentes criterios educativos tras la separación
Algo que preocupa a menudo son los diferentes criterios educativos. Cuando los padres viven juntos, es fundamental que ambos estén en el mismo barco, y que no se desautoricen.
Los niños y adolescentes ven las grietas y entran por ellas. Saben a quién pedirle cada cosa y saben cómo hacerlo. Si los padres hacen piña, los hijos entenderán lo que pueden y no pueden hacer. Límites claros, por ambos lados, y que se respeten.
Pero, cuando cada padre vive en una casa… y las normas son diferentes, ¿qué ocurre?
Hay algunas cuestiones claras, con las que se ha de contar, y una es que no puedo exigir que en casa de mi expareja se cumplan las normas que yo tengo en la mía. Posiblemente la separación haya tenido que ver con estas y otras diferencias, y ninguno de los dos tiene razón. Además, ninguno va a conseguir que el otro cambie su modo de relacionarse con su hijo y con su casa. Así que, deja de insistir en que tu expareja haga en su casa lo mismo que tú en la tuya.
Se puede intentar, y sería lo deseable, estar de acuerdo en algunos mínimos (hora de llegada por la noche, permitir o no el uso de los móviles…) pero si ni siquiera esto se consigue, menos aún otras costumbres y hábitos educativos que ya traemos de nuestras propias familias de origen.
El caso de Claudia y el móvil
Así, Claudia, de 14 años, tenía un móvil que quiso comprarle su padre a pesar de que su madre no quería. Así que tenía móvil en ambas casas, pero curiosamente su uso estaba limitado en casa de su padre (que se lo había comprado) pero no en casa de su madre (que no quiso comprárselo porque no lo veía apropiado, pero que sin embargo no ponía restricciones a su uso porque “ese era problema de su padre”). Paradójico, ¿verdad?
Claudia, por tanto, usaba su móvil cuando quería, tanto en una casa como en otra, probablemente porque no entendía nada.
Cuando se ponen en evidencia estos detalles y se explican sus consecuencias, y además se tratan en consulta con humor y sin culpar, los padres suelen darse cuenta de la obviedad y modifican hábitos. Si no lo hacen, lo que ocurre es que dejan de venir, porque no les ha gustado y prefieren, como en el caso de Isabel, buscar un profesional que encuentre el “error en el hijo”.
No me malinterpretes: con los chicos también hay que intervenir, pero si los padres no modifican nada, no tiene sentido y yo, personalmente, no lo hago.
Cómo repetimos la educación recibida
Mario tiene una madre muy caótica en cuanto al orden, y una historia familiar basada en gritos y normas muy estrictas. Por otro lado, tiene un padre con una historia similar, pero que es extremadamente rígido con sus reglas, por miedo a descontrolarse.
Desde el transgeneracional (terapia que estudia cómo repetimos lo que nuestros padres o abuelos han vivido y no han solucionado), ambas reacciones son lo mismo: repito la educación que me han dado, o bien haciendo lo mismo, o bien haciendo lo contrario.
En ningún caso son capaces de “educar desde lo que ellos mismos creen”.
Es como si Mario estuviera en unos cimientos muy poco estables, y así lo manifiesta: con síntomas catalogables como TDAH para su padre, pero como prácticamente normales para su madre.
La cuestión es que en ambas casas juega a ver hasta dónde puede llegar, evaluando la estabilidad de las normas y límites.
Desde la pedagogía transpersonal sabemos que, evidentemente, cómo nos han educado, así educamos nosotros.
De nuevo, se trata de hacer consciente lo inconsciente y hacerse responsables. Y esto último a veces cuesta: hacernos responsables de lo que heredamos, para trabajar en el cambio y en hacer las cosas de otro modo.
¿Es mejor o peor una ruptura?
En cuanto a si es mejor o peor una ruptura o una continuación de la relación rota, imagino que sabes la respuesta.
Para empezar, te diré que no existe la familia perfecta. Esta es la regla número 1.
A partir de aquí, pues mantener una relación rota, donde hay faltas de respeto por el otro progenitor, donde se mantiene una vida “gris y monótona”, sin ilusión, por creer que es mejor que la ruptura, personalmente no lo creo así.
Pero tener un divorcio sin respeto, donde los padres se hacen daño a través de sus hijos, o que no se hacen cargo de sus primeros hijos tras tener otra familia, pues tampoco es lo mejor.
Las parejas a veces son duraderas y a veces no. Pero hemos de perdonarnos por “fracasar” en esa pareja que pensamos que sería para siempre.
Hemos de perdonarnos por haber permitido que no se respetaran nuestros límites; por enamorarnos de otra persona o por no ser capaces de convivir.
Tener claro que nuestros hijos necesitan querer tanto a su padre como a su madre.
Los hijos no deben saber ciertas cosas, que solo son de adultos; los hijos son hijos y nosotros somos los padres, adultos y responsables.
Responsables de lo que hacemos y de lo que no hacemos. Y, sobre todo, responsables de un cambio.
No se trata de llevar a tu hijo a terapia para que lo arreglen a él; recuerda que el cambio, muy a menudo, está en ti.
Y si tú estás bien, por dentro y por fuera, tu hijo lo estará. Te acompaño en el proceso sin culpa.